Como vereis es la union de mi juventud con la vida de la Sociedad Acuariofila, creo que vale la pena, recordar todo esto, que para los jovenes sonara muy raro.

 

Foto: KIKE TABERNER

21/02/2021 – 

VALÈNCIA. A la entrada de la Sociedad Acuariófila hay un enorme tanque de agua con varios peces de un tamaño que llama la atención. Y en el borde de esa pecera descomunal hay un cartel, como en los chalets con fieros perros ladradores, que advierte de que son peligrosos. Pero no lo son. «Es solo un aviso disuasorio porque mucha gente no podía resistir la tentación de meter la mano en el agua», aclara Pepe Martínez, que es el presidente de la asociación. Pepe lleva la mitad de su vida en el cargo. Tiene 62 años y ha pasado cerca de treinta al frente de la Sociedad. Ya ha perdido la cuenta. Los dos últimos ya estaba prejubilado y ha tenido todo el tiempo del mundo para dirigir esta especie de supermercado del pez. Porque allí dentro hay cerca de diez mil ejemplares y todo tipo de productos y cachivaches para adornar y asegurar el bienestar de los animales.

Pepe Martínez habla sentado a una mesa mientras no paran de entrar y salir clientes de este local amplio y luminoso. Nada que ver con la antigua sede, la que conoció él en la calle Salvador Sastre cuando empezó a descubrir que había más valencianos con la misma afición. Entonces tenía veinte años y no eran más de cuarenta. Aquello estaba tan cochambroso que las mujeres se negaban a entrar. «El olor a humedad te tumbaba. Las paredes estaban enmoquetadas. Era un desastre. Pero los locos nos reuníamos allí y los jueves cenábamos juntos, nos tomábamos una cerveza y charlábamos».

La afición enraíza con los entretenimientos que tenían los jóvenes de su época en la Malvarrosa. Pepe nació en el Cabanyal, pero a los dos años la familia, que vivía del trabajo de su padre en el astillero, ya se había mudado a esa zona para vivir en unos bloques que construyeron para los trabajadores. Los niños correteaban por un lugar donde aún abundaban la huerta y las acequias, y se divertían capturando peces. «El agua de las acequias estaba cristalina», recuerda Pepe. Aquellas primeras capturas -gambusias, sobre todo, y gambas- acababan en un tarro de Nescafé lleno de agua. La gambusia abundaba desde que se introdujo a finales del siglo XIX por el paludismo, pues es un pez que se come los mosquitos.

Eso de ir por las acequias tenía su riesgo y Pepe se dio varios porrazos de niño. Una vez volvía con un chichón y otras, sin el reloj o las zapatillas. Pero lo peor de todo fue el día que la pandilla vio un bulto voluminoso en una acequia. Los chiquillos pensaron que aquello debía ser un cerdo muerto, pero Pepe se dio cuenta de que tenía un cinturón y que eso tenía que ser una persona. Era el cadáver de un hombre que se lo había llevado una riada y al que ya se daba por perdido. Los niños avisaron al guardavías y este llamó a la Guardia Civil, que retuvo a los chavales hasta las cuatro de la tarde, cuando llegó el juez.

Las familias se asustaron por la tardanza y encima luego se dieron un sobresalto al ver llegar el coche de la Guardia Civil. Pepe tenía diez años y su padre, que llevaba tiempo ahorrando para comprarse una Vespa porque estaba harto de ir a trabajar en bicicleta, optó por gastarse ese dinero para alejar a su hijo de las acequias comprándole un acuario, que entonces, en los años 60, era un producto muy caro, casi una obscenidad para adornar las casas de los ricos. Así que los padres se gastaron más de 30.000 pesetas en aquel primer acuario de 38 litros donde Pepe vertió la pequeña ‘piscifactioría’ que, para desesperación de su madre, guardaba en los cada vez más abundantes tarros de Nescafé.

Una birria de sede

Con el tiempo, aquel niño fue convirtiéndose en un entendido. Pepe comenzó a frecuentar las primeras tiendas especializadas y acabó asentándose en la Sociedad Acuariófila.

Un año decidieron que había que modernizar aquel viejo y mugriento local. Él y dos socios más prestaron un millón de pesetas y los demás aportaron lo que pudieron para remodelar aquello. En un par de años crecieron de 60 a 200 socios y multiplicaron por diez su facturación. «Antes se fundía una bombilla y no había ni dinero para cambiarla», recuerda.

Federico Juesas, uno de los cofundadores de la asociación, era farmacéutico y aprovechaba que importaba desde Alemania productos de la botica para traerse también material para los acuarios. Aquello era muy valioso porque en València no había prácticamente de nada. Pero todo lo que se vendía en la sociedad era un poco bajo mano. Hasta que Pepe Martínez, que venía del sector naval, como su padre, decidió regularizarlo y legalizarlo todo. Todo fue mejorando poco a poco y hasta llegaron a contratar a dos empleadas. Solo mantuvo un punto de los estatutos por el cual todos los miembros de la junta trabajaban de manera altruista. «Y seguimos así. Ahora nos conocen en toda España y mandamos pedidos a todas las provincias prácticamente». La facturación comenzó a subir: 13.000 euros el primer año; el segundo, 30.000; el cuarto, 40.000, y ahora mismo están en algo menos de 100.000 euros.

Ahora que todo va rodado, a Pepe le preocupa que alguien empiece a asumir su responsabilidad porque él no es eterno. Y se esmera en enseñar lo que sabe. Porque siempre ha viajado mucho y le ha gustado estar al día de lo último que salía en el sector.

De repente, Pepe interrumpe la conversación y eleva la voz: «Beatriz, se te ha caído un pez». Una de las dependientas está echando comida en un acuario y no se ha dado cuenta de que un pececito, de pura ansia por comer, ha saltado y ha caído fuera del tanque.

Antes de cada viaje, Pepe buscaba las tiendas de peces que había en la ciudad y reservaba una mañana para visitarlas. Porque en València, durante años, no hubo gran cosa. La primera tienda específica la abrió Juesas en la calle Burriana después de dejar la farmacia. Y otro de los socios fundadores, José María Micó, que era peletero y tenía el negocio en la segunda planta de un edificio de la plaza de la Reina, acabó dejándoselo a su hermano para montar la segunda tienda de València en la tercera planta.

Ahora son cerca de nueve mil socios. Todos ellos tienen los productos a unos precios especiales. Hace seis o siete años decidieron vender también a los que no son socios a un precio superior. Desde entonces, las ventas se reparten casi al 50 % entre unos y otros. Venden de todo: peces, acuarios, plantas, troncos, piedras, comida… Todo natural. «Lo que no está aquí, no existe», presume.

El sector ha evolucionado; se ha hecho más respetuoso con el medio ambiente. «Cuando yo empecé, el 95 % salía de su medio natural. Ahora el 95 % sale de acuarios. Intentamos huir del sudeste asiático y nos fiamos más del proveedor de Europa, que te vende peces libres de virus, bacterias y parásitos, y que, encima, están ya acostumbrados a comer escamas y no solo bichos vivos. Y así, además, no esquilmamos el medio ambiente. De Manaos (Brasil), el principal puerto de salida desde Sudamérica, la mitad de los peces que se enviaban a Europa moría».

Un bonsái bajo el agua

Pepe está muy concienciado con la importancia de informarse correctamente. Y por eso señala el tanque de los peces ‘peligrosos’, que, en realidad, es el tanque «de los descartes», ejemplares que ha devuelto el cliente porque, fundamentalmente, se comía a los demás. En esa pecera de 1.800 litros están los peces que, si ellos no los acogieran, acabarían en la Albufera porque su dueño ha decidido deshacerse de ellos en la laguna para no matarlos.

Y recalca que él y muchos expertos, con los años, han acabado siendo más jardineros que acuariófilos. «Lo más importante es que el acuario sea un biotopo, un jardín donde el pez pueda vivir de manera confortable. Que las plantas sean naturales y generen oxígeno al propio acuario». Al principio todos quieren un acuario cada vez más amplio; hasta que llega un momento en el que empiezan a hacer el camino inverso. «Yo, cuando me casé, me hice tres acuarios: uno de cien litros, otro de ochenta y otro de doscientos. Los mantuve hasta que llegaron los dos niños. Entonces me hice uno de 450 litros».

No siente predilección por ninguna especie. «Lo bonito no es el pez, es el acuario. Tienes que darle un estilo, una decoración… Que sea un bosque sumergido. Y entonces cualquier pez que pongas es bonito. Yo, desde los 10 años hasta los 62, he tenido de todo. La vida media de un pez suele ir en función de su tamaño. Uno de dos o tres centímetros suele vivir un par de años. Uno mediano, de ocho o nueve centímetros, vive cinco o seis años. Y los grandotes ya son capaces de vivir quince años».

Las modas también pasan por la Sociedad Acuarófila de Valencia. Buscando a Nemo desató el furor por la especie del protagonista de esta película animada: el pez payaso. Pero las modas, como las aficiones, pasan y, según Pepe, el 80 % de los acuarios, al cabo de un año, termina en el trastero o en casa del cuñado. «Yo he llegado a echar, con buenos modales, a clientes que ya ves que no van a cuidarlo como toca. El acuario tienes que mantenerlo. Todas las semanas hay que hacerles un pequeño cambio de agua, hay que podar las plantas, controlar las tasas de nutrientes (nitratos, fosfato, potasio)…». Aunque también hay quien lo cuida con celo y llega incluso a instalarle una cámara para poder ver cómo están los peces en todo momento.

En esos 52 años de afición han cambiado mucho los precios. El acuario ya no es una frivolidad. Ahora cualquiera puede tener uno pequeño por sesenta euros. Pepe ya ha dejado atrás los grandes acuarios y se contenta con uno de 200 litros con una veintena de peces. La mitad son arlequines, que son asiáticos, y la otra mitad, en un ataque de nostalgia por volver a la niñez, gambusias que sacó del puerto de Catarroja. «Mi acuario tiene mucha planta y poco pez. La poda, el mantenimiento, el pinzado… Es como un bonsái pero dentro del agua».

El pez no es caro. Uno corriente cuesta entre uno y cuatro euros. Aunque también hay rarezas marinas que pueden llegar a valer doscientos o trescientos euros. Pepe también tuvo su etapa de peces exóticos, como el pez disco, pero se le pasó.

Entre los más llamativos están los amazónicos. Como el pez neón, que es fosforito con la mitad de su cuerpo de color rojo y la otra mitad azul. Tiene esas tonalidades porque habita en una zona de penumbra del Amazonas y así puede ser distinguido por los de su especie.

Todos, unos y otros, están ya en la Sociedad Acuarófila, que tiene una sala enorme llena de acuarios con miles de peces. En el centro, sobre unas mesas, hay un elevado número de bandejas blancas con rocas y troncos de mil maneras. Y en una cámara, como si fueran yogures o refrescos, unos recipientes con nutrientes vegetales. Una fantasía para el niño que cogía las gambusias de las acequias de la Malvarrosa.